Metáfora, contingencia del yo y ubicuidad del lenguaje
El lenguaje experimenta un constante proceso de dinamización y actualización del que simplemente no logramos percatarnos. Al habitar y usar el lenguaje nos valemos de la metáfora para mantenerlo en movimiento. Metáfora es movilidad y vitalidad del lenguaje. El argumento permanente es la ubicuidad del lenguaje:
Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes humanos, como cosas que se tornan cada vez más aptas para los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado; por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas representará el triunfo de las tendencias del pensamiento moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los políticos utopistas (Rorty: 1991: 36).
Ricoeur critica el análisis estructural de la metáfora. Por supuesto que la lengua es un patrimonio colectivo repleto de lugares comunes y de caprichos inexplicables y que la literatura, al heredar el idioma, hereda también un régimen y unos usos que imponen ciertas reglas a las que no queda más opción que obedecer y contra las que conviene no ir. Pero es la novedad estilística la que debe producir lo inusual, lo llamativo, lo impropio, lo que se vuelve a decir de manera novedosa usando tal vez los mismos giros y hasta las mismas palabras:
La producción del discurso como «literatura» significa precisamente que se suspende la relación del sentido con la referencia. La literatura vendría a ser ese tipo de discurso que ya no tiene denotación [es decir, que se refiere a algo cósicamente], sólo connotaciones [es decir, que se pueden extraer de ella sentidos simbólicos, autosuficientes]... por su propia estructura, la obra literaria sólo despliega un mundo con la condición de que se suspenda la referencia del discurso descriptivo. O con otras palabras: en la obra literaria, el discurso despliega su denotación como de segundo rango, a favor de la suspensión de la denotación de primer rango del discurso (Ricoeur, 2001: 292).
La caracterización gramatical de la metáfora es insuficiente: “En la gramática, nada distingue la atribución metafórica de la literal. [...] Es precisamente la trampa que tiende la gramática: no marcar la diferencia y, en este sentido, enmascararla. Por eso es necesario que una instancia crítica se aplique al enunciado para hacer surgir de él el «como-si» no marcado, la marca virtual del «hacer como» inmanente al «creer» y al «hacer creer»” (Ricoeur, 2001: 332). Quedan claras, entonces, la insuficiencia y parquedad del catálogo que propone Vallejo en Logoi, que quiso ser una especie de gramática para enseñar a escribir, pero arrastra consigo el que —en términos de la ubicuidad— es un fantasma metafísico: la noción pseudocientífica de lo dado. Conviene, por tanto, hacer una importante aclaración al respecto, y es que Ricoeur, con su insistencia en la “realidad” y la “literalidad”, ayuda a construir una sólida noción de metáfora y al mismo tiempo a hacer una restricción, acaso un tanto atrevida, sobre la ubicuidad del lenguaje en términos que el ironista más liberal no podría rehusar, y es que el mood poético es un equivalente literario de la vía física de hecho: no es posible señalar el lugar en el que el estado de ánimo aparece en la obra. Si la obra logra involucrar a su lector, generará ese mood que, visto con algo más de detenimiento, es una peculiar forma de posesión. Ricoeur permite ver él análisis estructuralista como un excelente método de acercamiento exterior con irrelevancia semántica y hermenéutica. El filósofo francés sabe ser sistemático y cauteloso. En el umbral mismo de la entrada al terreno de la semántica, en el que se abandonan todas las posturas centradas en la palabra como eje de los acercamientos, Ricoeur expone la discusión en términos inmejorables, apropiados para el gusto de la tecnización analizante. La unidad mínima de significación —que ya no de análisis— no es la palabra, y la intención del acercamiento deja de ser una simple clasificación de las palabras en monótonos giros previsibles:
Este proyecto se aparta del de la retórica decadente no sólo por las aspiraciones asignadas a la
retórica, sino sobre todo por su tono francamente hostil a cualquier taxonomía [...] la metáfora aparece sin alusión alguna posible a la metonimia o a la sinécdoque [...] Este rasgo negativo no es casual. ¿Qué se podría clasificar sino desviaciones? Y desviaciones ¿con respecto a que si no es con respecto a significaciones fijas? Y ¿qué elementos del discurso son verdaderamente portadores de significaciones fijas sino los nombres? Todo el esfuerzo investigador de I. A. Richards pretende restablecer los derechos del discurso [como escenario de la semántica] frente a los de la palabra [como escenario de la semiótica]. Desde el principio, su crítica se centra en la distinción capital en la retórica clásica entre sentido propio y figurado, distinción que atribuye a la «superstición de la significación propia». Las palabras tienen significación propia porque no tienen significación en propiedad; y no poseen ningún sentido en sí mismas, porque es el discurso, tomado como un todo, el que contiene sentido de un modo indiviso (Ricoeur, 2001: 107).
El pasaje corre el riesgo de la fijación significativa de los nombres: hace sospechar que el nombre funciona como una etiqueta de una cosa fuera del lenguaje. Por “nombre” se podría entender, mejor, una entidad lexical sobre la que no recae ninguna sospecha, o que por el momento es de improbable resemantización. Pero esta objeción no resta importancia a la cita del filósofo francés. Las taxonomías no hacen más que disecar el lenguaje, momificarlo, descartar por principio el elemento más importante: su acontecer, combinación de movilidad, fugacidad y estilo. Vallejo tuvo una muy buena intención al elaborar su gramática literaria, pero el ejercicio, de una notable erudición, sólo logra la mala cosificación de la literatura, vista como mera aplicación más o menos juiciosa de un canon de fabricación aburrida. Esas aproximaciones pueden ser muy interesantes y útiles, pero a condición de que estén relacionadas con un ejercicio de apreciación que esté en capacidad de ver la obra en su conjunto, y que tenga el propósito de resaltar algún detalle particularmente valioso para lograrlo. La apreciación de la obra como un todo no se ha alcanzado en el punto en el que Ricoeur hace el duro pero justo reproche a la analítica taxonómica. La palabra puede ser en ciertos momentos el foco de la construcción metafórica, pero no será jamás su portadora independiente: “si «metaforizar bien» es poseer el dominio de las semejanzas, entonces, sin este dominio, no podríamos captar ninguna relación inédita entre las cosas; lejos, pues de ser una desviación al uso ordinario del lenguaje, se convierte en el «principio omnipresente de toda su acción libre»; no constituye un poder adicional, sino la forma constitutiva del lenguaje” (Ricoeur, 2001: 111). La metáfora deja de ser entonces un tropo que se puede analizar y describir y se convierte en algo más extenso, más complejo y por tanto más difícil de localizar. No es una simple estructura que llenar, un requisito puramente formal, sino que trae consigo algo más, una sorpresa. Aunque no se aprecia aún con claridad, cuando la metáfora se describe en los siguientes términos, comienza a traer consigo una carga adicional, un estímulo que, si no es imaginativo, sí es al menos emotivo: "La metáfora es entonces un acontecimiento semántico que se produce en la intersección de varios campos semánticos. Esta construcción es el medio por el que todas las palabras tomadas en su conjunto reciben sentido. Entonces, y solamente entonces, la torsión metafórica es a la vez un acontecimiento y una significación, un acontecimiento significante, una significación emergente creada por el lenguaje" (Ricoeur, 2001: 134).
Acontecer es llevarse a cabo, realizarse, tener una consecuencia, permitir que la conversación continúe, maravillar y maravillarse, llegar a un acuerdo o a un buen desacuerdo. La semántica, de acuerdo con la definición de Ricoeur, potencializa el poder de la metáfora hasta el punto de que pueda sugerir —a través del lenguaje que estimula— emotividades que parecen rebasar el ámbito mismo del lenguaje, pero sobre las que no es posible discutir. Pero se crea o no en este desborde, sigue dependiendo enteramente de un nexo sugestivo lingüístico, y si desbordan la ubicuidad del lenguaje, como es el caso del mood, no será para ponerla en peligro sino para expresar su fuerza redescriptiva. No hay, pues, metáforas localizadas en palabras, sino en enunciados metafóricos —segmentos completos con sentido completo pero condicionado—, pues si el poder de la metáfora hace que abarque ahora elementos heterogéneos desde la perspectiva de la semiótica paradigmática, es necesario proponer otro elemento que lo sustente y tenga con él una relación de mutuo estímulo y dependencia: el contexto.
En el enunciado metafórico (ya no hablaremos más de metáfora como palabra sino como frase), la acción contextual crea una nueva significación que tiene el estatuto de acontecimiento puesto que sólo existe en ese contexto. Pero, al mismo tiempo, podemos identificarla sin dificultad, ya que su construcción puede repetirse; así, la innovación de una significación emergente puede ser tomada como una creación lingüística. Si una parte influyente de la comunidad lingüística la adopta, puede convertirse en una significación usual y pasa a formar parte de la polisemia de las entidades léxicas contribuyendo así a la historia del lenguaje como lengua, código o sistema. Pero en este último estado, cuando la impresión de sentido que llamamos metáfora se une al cambio de sentido que aumenta la polisemia, la metáfora ya no es metáfora viva, sino metáfora muerta. Sólo las metáforas auténticas, las metáforas vivas, son al mismo tiempo acontecimiento y sentido (Ricoeur, 2001: 135).
La metáfora es ahora el fundamento semántico del acontecer lingüístico. No es una palabra la que puede convertirse, mediante una sustitución impropia, en una figura literaria, sino una frase la que tiene la facultad de desplegar un acontecimiento metafórico cargado de sentido y emotividad. Pero el surgimiento del contexto advierte que el movimiento de transformación, de volver-a-decirse de la metáfora está a mitad del itinerario propuesto. Ricoeur continuará abriendo el camino a pesar de las diferencias en las que es crucial seguir insistiendo, y define la ampliación de la base de la metáfora regresando nuevamente al problema de la referencia, esa suerte cosa-en-sí o mito-de-lo-dado: “el postulado de la referencia [que presupone una denotación técnica, cósica, objetivante, cientifizante] exige una elaboración distinta cuando afecta a las entidades particulares del discurso que llamamos «textos», por tanto, composiciones de mayor extensión que la frase. La cuestión compete, a partir de ahora, a la hermenéutica más que a la semántica” (Ricoeur, 2001: 290). No se trata ya de una analítica del lenguaje, sino que introduce las distinciones dentro del lenguaje mismo al interesarse por la función que cumple la metáfora en su ámbito. Con esta modificación del enfoque se reconoce el poder que tiene la que ya no es un simple tropo, sino la facultad misma de crear sentido dentro de un complejo entramado que va más allá de la frase y exige un marco contextual bien definido. Este viraje, el hermenéutico, implica escenificación artística, estetizadora, una forma de apreciación que hace de la metáfora una herramienta para generar sentido al mismo tiempo que exige estilo, originalidad, capacidad de cautivar: "La hermenéutica no es otra cosa que la teoría que regula la transición de la estructura de la obra al mundo de la obra. Interpretar una obra es desplegar el mundo de su referencia en virtud de su «disposición» [totalidad irreductible a una simple suma de frases], su «género» [una cierta codificación discursiva, como novela o cuento] y de su «estilo» [aquello que hace de la obra una individualidad singular]" (Ricoeur, 2001: 292).
La metáfora, entonces, se convierte en el mecanismo de ampliación y renovación hermenéutico: requiere de un contexto-obra que permita hacer una escenificación de la relación con la identidad personal que la aborda, de modo que se abra un contexto-mundo, un horizonte hermenéutico y, siendo ambiciosos con las consecuencias, redescribiendo la identidad personal para hacer también de ella una obra en clave hermenéutica. Esta forma privada de redescripción vitaliza los textos de los que se enriquece. Pero es necesario precisar mejor este enunciado hermenéutico en el ámbito específico de la literatura para apartarlo de presupuestos con tendencias metafísicas que la ubicuidad del lenguaje no acepta:
La producción del discurso como «literatura» significa precisamente que se suspende la relación del sentido con la referencia. La literatura vendría a ser ese tipo de discurso que ya no tiene denotación, sólo connotaciones [...] por su propia estructura, la obra literaria sólo despliega un mundo con la condición de que se suspenda la referencia del discurso descriptivo. O con otras palabras: en la obra literaria, el discurso despliega su denotación como de segundo rango, a favor de la suspensión de la denotación de primer rango del discurso (Ricoeur, 2001: 292).
El desnivel dentro del lenguaje establecería una sospechosa escala de valores dentro de su ubicuidad, que el neopragmatista encontraría inútil o sospechoso. Aunque, dada la importancia del mood o emotividad surgida por el estímulo metafórico, no se sigue estrictamente al profesor norteamericano es su apuesta por el lenguaje ubicuo y contingente, se propone ahora una variante que rechaza las suspensiones de Ricoeur y sugiere una panorámica parcelada o regionalizada del lenguaje en el que se aceptará la existencia de fronteras entre ellas y algunas innegables distancias del tipo “inconmensurabilidades”. Ricoeur parece no dejar su propuesta en el desnivel, pues afirma que “lo que sucede en poesía no es la supresión de la función referencial, sino su alteración profunda con el juego de la ambigüedad” (Ricoeur, 2001: 296). Sin embargo, sigue teniendo su perspectiva profundamente marcada por la separación de ámbitos y competencias que lo conduce a insistir en la posible literalidad o realidad del lenguaje, lo que lleva a pensar que sigue sobrevalorando su uso “técnico” o “etiquetador”, es decir, el lenguaje científico, o que por lo menos lo separa tanto como confía también en la exclusividad o mayor relevancia de una forma filosófica del lenguaje. Así que, ya que el énfasis está puesto sobre las obras literarias, se puede leer “literal” como lo cotidiano, el decorado o background que el autor, por cuestiones estilísticas, considera necesario incluir en su narración, siempre que cumpla con la regla de la economía de acuerdo con la cual lo superfluo e innecesario debe ser eliminado. Se podría pensar en esta forma “literal”, producto del mecanismo metafórico, como una forma inmanente al lenguaje, pues el problema que se presenta con las referencias y citas a Ricoeur es que en todo momento da la impresión de que su literalidad es referencial-externa, es decir, va a caer fuera del lenguaje, y por tanto rompe con la ubicuidad y obliga a que el juego de correspondencia haga que el criterio de la verdad o falsedad caiga así fuera de los juegos de lenguaje. La literalidad inmanente se referirá a elementos que simplemente no se discuten. Una espada, una capa o un jarrón con agua que se vierte en una vasija no son susceptibles de discusión al hacer parte de una narración. De ese modo, se puede tomar la notable descripción que hace Ricoeur de la metáfora como mecanismo de enriquecimiento hermenéutico, de redescripción, sin que sea por ello necesario resolver la compleja relación de dentro-fuera en la que el lenguaje, de acuerdo con su postura, parece seguir siendo un tercero. A la misma perplejidad lleva el uso de la palabra “realidad”. Conviene interpretarlas como simples usos establecidos del lenguaje por los que las personas que se valen de ellos creen tener perfectamente claro a lo que se refieren. Se comprende, por tanto que un pasaje como el siguiente se lea con una mezcla de aprobación y reserva:
Partamos de que el sentido de un enunciado metafórico se suscita por el fracaso de la interpretación literal del enunciado; para una interpretación literal, el sentido se destruye a sí mismo. Pero esta autodestrucción del sentido condiciona a su vez el desmoronamiento de la referencia primaria. Toda la estrategia del discurso poético juega en este punto: tiende a obtener la abolición de la referencia por la autodestrucción del sentido de los enunciados metafóricos, autodestrucción que se hace manifiesta por una interpretación literal imposible. Pero ésta es sólo la primera fase, o más bien la contrapartida negativa de una estrategia positiva; la autodestrucción del sentido, por la acción de la impertinencia semántica, es sólo el reverso de una innovación de sentido desde el punto de vista de todo el enunciado, obtenida por la «distorsión» del sentido literal de las palabras. Precisamente esta innovación de sentido constituye la metáfora viva. ¿No tenemos así, al mismo tiempo, la clave de la referencia metafórica? ¿No podemos decir que la interpretación metafórica, al hacer surgir una nueva pertinencia semántica sobre las ruinas del sentido literal, suscita también un objetivo referencial, merced a la abolición de la referencia correspondiente a la interpretación literal del enunciado? El argumento es de proporcionalidad: la otra referencia, la que buscamos, sería a la nueva pertinencia semántica lo que la referencia abolida es al sentido literal destruido por la impertinencia semántica. Al sentido metafórico correspondería una referencia metafórica, de igual manera que al sentido literal imposible corresponde una referencia literal imposible (Ricoeur, 2001: 303-4).
Es aquí el momento en el que el viraje de la metáfora pasa a ser tratado por Ricoeur en términos poéticos, es decir, de modo que el énfasis está puesto en el poder transformador y cautivante del proceso del enunciado metafórico, capaz de modificar las más sólidas de las estructuras y los más constantes de los diseños lingüísticos. Pero este momento crucial no se puede dejar atrás como un viraje más de los que son necesarios en esta consolidación de la metáfora en su labor contextual y hermenéutica sin hacer una aclaración sobre la importancia de la afirmación de Ricoeur. Porque la metafórica hermenéutica en clave neopragmatista no necesita arruinar un sentido literal o real del que ya se ha desprendido al sugerir que la literalidad y la realidad puede ser intralingüísticas, si se las entiende sólo como formas particularmente reacias a una modificación metafórica, no porque la metáfora no pueda “arruinar” lo que por literalidad o realidad se entienda, sino porque se trata de un ámbito que, es necesario insistir, no se discute o no es necesario discutir en el momento del acontecimiento lingüístico. Por tanto, con la literalidad inmanente al lenguaje la referencia también se hace inmanente al lenguaje: por eso no es necesario pensar con Ricoeur en la “imposibilidad” del lenguaje. No hay una referencia metafórica distinta al texto mismo que está en capacidad de modificar o enriquecer. La perspectiva metafórica de Ricoeur debe adoptarse: no otra cosa puede hacerse con quien afirma que “el enigma del discurso metafórico consiste, al parecer, en que «inventa» en el doble sentido de la palabra: lo que crea, lo descubre; y lo que encuentra, lo inventa” (Ricoeur, 2001: 316); pero su ámbito se restringe a lo exclusivamente textualizado, hasta el punto en el que lo literal, lo científico y lo emotivo sólo serán variantes, regiones más o menos bien delimitadas, o al menos de fácil reconocimiento, dentro de la ubicuidad que la obra de arte en cuanto texto autoriza a poner como una condición de posibilidad, background o Grund, siempre contingente, desdivinizado.
Así, pues, de retórica a semántica y de semántica a hermenéutica: gracias a Ricoeur y a pesar del conflicto de puntos de partida entre las perspectivas hermenéuticas del filósofo francés y de la ubicuidad de lenguaje, se ha rediseñado la noción de metáfora en dos momentos: de tropo retórico y metonímico a fundamento semántico, y de fundamento semántico a mecanismo de redescripción contextual y hermenéutico. Las obras de arte son ahora máquinas generadoras de sentido que sólo funcionan estimuladas por el proceso metafórico, no como un condicionante necesario o como una suerte de sospechosa transformación literaria de fundamentaciones metafísicas no oficializadas, sino como la máxima expresión de la facultad creadora de símbolos que es el lenguaje contingente, que puede ser de otro modo. Es en su virtualidad codificadora en la que se pueden entablar los juegos en los que pueden circular los criterios de verdad dependiendo de la región lingüística que se elija: y el espectro se mueve, como ya se ha dicho, desde la literalidad más rígida hasta la ambigüedad más poetizadora. Es esta última la región a la que se dirige específicamente el itinerario. Es crucial, no obstante, que quede claro el papel que la redescripción metafórica cumple en el lenguaje: la ubicuidad de éste expresa la fuerza de aquélla. Todo “decir de modo novedoso”, sin importar la región lingüística en el que se localice, es un acontecimiento de redescripción metafórica. No es necesario que por ello haya una revolución cultural, un cambio de religión o la prohibición de un idioma: basta que se acepte que está presente hasta en la más anodina conversación entre dos personas que recién entraron en el mutuo entusiasmo que se llama enamoramiento, hasta en los avisos publicitarios y en las variantes vivas de los idiomas.
El mood, de acuerdo con Ricoeur, es una reacción emocional producida por la obra que los análisis estructuralistas omiten como algo no propenso a un acercamiento objetivo, por lo que queda excluido de sus inventarios descriptivos, tal como sucede con el estilo en la taxonómica gramatical:
Los críticos formados en la escuela del positivismo lógico admiten que todo lenguaje que no sea descriptivo —en el sentido de dar una información sobre hechos— debe ser emocional. También admiten que lo que es «emocional» es simplemente sentido «en el interior» del sujeto y nunca se habla de que sea algo exterior al sujeto. La emoción es una afección que sólo tiene un adentro y ningún afuera [...] Este postulado funciona en crítica literaria como un prejuicio (2001: 299-300).
La separación analítica en un dentro incompartible y un afuera analizable hace ver a la obra de arte literaria como un todo que no se puede abordar de acuerdo con la clave hermenéutica que piensa en el estilo —es decir, en esa peculiar e indisociable combinación de forma con contenido—, y el mood será, como mucho, un hecho marginal reducido a una modificación anímica que no se puede expresar. Es un regreso al ámbito paradigmático que no se ocupa de lo que cada autor, cada obra, tienen de peculiar, y que sólo quiere encontrar aburridas recurrencias que no permiten el surgimiento de esa especial forma de vitalidad metafórica en la que se ha venido insistiendo, además de que se regresa a la distinción metafísica que ve al lenguaje como un medio de representación de “los hechos” o de “los objetos” extralingüísticos. Ricoeur trata de referirse en unos términos imbricados a la consecuencia emotiva de un proceso de redescripción estimulante, y hace aún más confusa la posibilidad de encontrar el lugar hermenéutico de esa modificación anímica que él mismo sugiere:
Según el crítico, el lenguaje poético, orientado hacia «lo exterior», estructura un mood, un estado de alma, que no es nada fuera del mismo poema: es lo que recibe forma del poema en cuanto ordenamiento de signos. ¿No hay que decir, en primer lugar, que el mood es lo hipotético que el poema crea y que, en este aspecto, ocupa en la poesía lírica el lugar que el mythos ocupa en la poesía trágica? ¿No hay que decir, en segundo lugar, que a este mythos lírico se une una mimesis lírica, en el sentido de que el mood así creado es una especie de modelo para «ver como» y «sentir como»? (2001: 323).
Aunque sí permite a la identidad personal un «ver como» y «sentir como», el mood no puede “estructurar”, ni ser un modelo, ni estar reducido lo poético-hipotético, ya que puede surgir a partir de cualquier movimiento redescriptivo en cualquier región del lenguaje, y no se reduce a esa especie de región “mítico-mimética” que el pasaje sugiere. El mood es simplemente el resultado emotivo con el que la identidad personal expresa el acontecer metafórico que la obra logró producir en ella. Es una consecuencia de la redescripción metafórica, un estado de ánimo surgido a partir del estímulo del lenguaje que escapa a cualquier modelo o estructura rígida; no es una simple hipótesis poética, sino la expresión fisiológica de la vitalidad y el éxito de la metáfora como mecanismo de redescripción hermenéutico contextual. Pero si el lenguaje es ubicuo, ¿cómo es posible darle cabida al mood que parece desbordarlo? La mejor respuesta para esta pregunta un tanto especiosa puede ser un ejemplo tomado de En busca del tiempo perdido:
Un acento, ese acento de Vinteuil, separado del acento de los demás músicos por una diferencia mucho mayor que la que percibimos entre la voz de dos personas, hasta entre el balido y el grito de dos especies animales; una verdadera diferencia la que había entre el pensamiento de este o del otro músico y las eternas investigaciones de Vinteuil, la pregunta que se planteó bajo tantas formas, su habitual especulación, pero tan exenta de las formas analíticas del razonamiento como si se ejerciera en el mundo de los ángeles, de suerte que podemos medir su profundidad, pero no traducirla al lenguaje humano, como no pueden hacerlo los espíritus desencarnados cuando, evocados por un medium, los interroga éste sobre los secretos de la muerte. Un acento, pues aun teniendo en cuenta esa originalidad adquirida que me había impresionado por la tarde, también ese parentesco que los musicógrafos [es decir, los analistas formales] pudieran encontrar entre músicos, es sin duda un acento único al que se elevan, al que vuelven sin querer esos grandes cantores que son los músicos originales y que es una prueba de la existencia irreductiblemente individual del alma. Tratara de hacer algo más solemne, más grande, o algo vivo y alegre, de hacer lo que veía embellecido al reflejarse en el espíritu del público, Vinteuil, sin quererlo, sumergía todo esto bajo una lámina de fondo que hace su canto eterno e inmediatamente reconocido (1998: 284-5).
Se puede leer estilo en todos los pasajes donde Proust escribe “acento”, pues el acento es cierta forma de elección en el encadenamiento de los sonidos puestos en las composiciones, ciertas recurrencias que permiten reconocer las obras de un autor como suyas. Pues bien, lo mismo que dice Proust sobre la música puede decirse de las obras de arte literarias. Este acento o estilo es el esfuerzo narrativo de cada autor por diferenciarse de los que le antecedieron, y esta intención de originalidad lleva consigo una carga emotiva que influye en sus obras y las matiza: la ironía, la mordacidad y el pesimismo, por ejemplo, pueden ser acentos propios, marcas de un estilo, no reconocibles si la identidad personal no se involucra en ese clima tonal común y no logra, a su vez, que el proceso redescriptivo supere la periferia de la curiosidad ociosa y —gracias a esta peculiaridad individual que hace reconocibles las obras como un todo— logre apropiarse de ellas en la relación de mutuo beneficio que se hacen posible la una a la otra. Lo que en la obra es el estilo, ese acento ilocalizable pero reconocible, en la identidad personal es el mood que la obra logra producir como resultado del proceso de redescripción, que tampoco es localizable pero que la obra permite alcanzar. El mood es, pues, la palpitación del leguaje desde la perspectiva del yo contingente.
Bibliografía
Proust, Marcel (1998). En busca del tiempo perdido: 5. La prisionera. Alianza Editorial S. A. Madrid. Primera edición de la Biblioteca de autor, tercera reimpresión, 2002. Traducción de Consuelo Berges.
Ricoeur, Paul (2001). La metáfora viva. Editorial Trotta, S. A. Madrid. Segunda edición. Traducción de Agustín Neira.
Rorty, Richard (1989). Contingency, Irony, and Solidarity. Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
Rorty, Richard (1991). Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona, Paidós. Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot.
Vallejo, Fernando (1983) Logoi. Una gramática del lenguaje literario. F. C. E. México D. F.
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